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26 nov 2012

Vicisitudes onanísticas [quotéo]

Fuente: Vicisitudes y sordidez



En los últimos meses, hemos visto por aquí cómo ha comenzado a bajar el número de visitas. Como eso no es bueno para el ego, hemos decidido aplicar un remedio infalible: Hablar de masturbaciones. De todas las chorr... quiero decir, artículos que hemos escrito, el único que sigue aportándonos desde hace más de un año decenas de visitas diarias es el clásico ‘Las catorce mejores masturbaciones de la historia’ Todo un campeón que, si bien no creo que atraiga a lectores regulares, hace que el contador suba y que nuestro infantil deseo de ser reconocidos se mantenga de manera un tanto ilusoria.

A partir de aquí, se plantea una duda: ¿quién de todos los colaboradores está más por la labor de ponerse en ridículo cual Paul Feig a la española? Obviamente yo, que ya tengo todo un currículo de exponer mi vicisitúdico pasado en público en cosas como ésta y ésta. De aquí a empelotarse, sólo queda un paso y algunas sustancias psicotrópicas. ¡Cualquier cosa por el entretenimiento de nuestros lectores!
De entrada, soy consciente que no puedo aspirar ni siquiera a llegarle a la altura del prepucio a Paul Feig en su libro ‘Superstud’. Aparte de lo de las visitas de pajilleros despistados gracias a Google, mis objetivos con este artículo son más humildes y discretos. Cuánto más, no lo sé. Principalmente porque no tengo del todo claro cuáles son ni por qué me rebajo de esta manera.

Comencemos por el principio. A partir de ahora, mamá, puedes parar de leer.

No, en serio.

Para.

Bien, sigamos. Todos nos pajeamos. No había (ni hay) nada más triste que escuchar a ese compañero de clase que proclamaba orgulloso que no se entregaba al onanismo de manera compulsiva. ¿A quién puñeta quería impresionar? Y, más importante, ¿para qué? En mi caso, tengo un amigo que a menudo me venía con esas. Lo cual no quita que fuera el encargado de comprar la primera película porno original que tuve (la muy cutre ‘Nunca había hecho esto antes’, con Nina Hartley en el interesante y dramático papel de ‘Señora Coño’). Pero no adelantemos acontecimientos.

Fue gracias a El Perich que descubrí que había un deporte mucho más divertido que el fútbol y, por mucho que los curas intentaran convencernos de lo contrario, menos peligroso que el potro. Se trataba de un chiste que aparecía en ‘De la nada a la miseria’ (uno de los mejores libros de humor la historia, a pesar en caer de vez en cuando en el forsalismo). En él aparecía un señor romántico apuntándose a la sien con un pistolón. “Ella no me ama. ¿Me mato o la mato a ella? O quizá podría hacerme una paja. Sí, sería lo mejor”. Yo entendía qué era el romanticismo y por qué se cachondeaba de los sentimientos exacerbados. Pero eso de la paja no sabía qué era. Efectivamente: el que tuviera conocimientos de historia del arte y no de la masturbación me data irremisible y vergonzosamente como pajillero tardío. Lo cual significó que no hubo ningún problema en recabar información, a pesar de no haber intertet (y, ahora que lo pienso, mucho mejor: no quiero ni pensar en el lío que me habría armado si llego a escribir ‘paja’ en google en aquella época de (más) idiotez y (más) apollardamiento sumo). Un compañero mío, Depeche, me informó convenientemente de qué hacer.

Y, a partir de ahí, se inició mi desenfrenado camino hacia el derroche de semilla compulsivo, ayudado por el hecho de que mi hermano desapareció de mi casa para marcharse a Sevilla y que tenía toda el hogar para mí. Los Interviús que dejó mi padre tras la separación en su mesilla de noche fueron unos interesantes compañeros de aventuras al principio. Hasta que llegaron las revistas guarras de verdad.

Este tipo de publicaciones, tan queridas por menores de edad, trabajadores de taller y, en tiempos, reclutas del servicio militar, entraron en mi vida por la puerta grande. La primera revista hardcore que vi fue un Private. Que no sólo ofrecía su usual ración de mascarilla facial léfica, sino que además incluía un par de fist-fuckings. “Pensé que eso no cabía”, decía yo en voz baja. Porque la primera vez que la vi fue en clase. De historia. Que impartía mi propia madre. Sé que en el futuro tendré que explicarle esto a un psicólogo.
Tras la clase, todos hicimos cola a la salida para echar un vistazo menos furtivo al producto. Luego circuló por turnos entre todos. A mí debió tocarme de los primeros, pues no recuerdo que ninguna página estuviera pegada. Ahí, madre mía, qué asquito.

Pronto deseé más. Y entraron en mi vida las maravillosas ‘Ratos de Cama’ (con unas historias hilarantes en su uso de los términos ‘chumino’ y ‘porra’) y ‘Gozo’, que era como el Private, pero en pobre. Pocas veces utilicé el famoso ‘Climax’, revista a la que Vicisitud llamó con gran acierto ‘la paja proletaria’.

El problema era esconderlas. Eso para mí era una gran obsesión, sobre todo desde aquella vez que mi madre llegó algo pronto a casa y tuve que guardar el Interviú que estaba utilizando debajo de su cama. Como había llegado pronto, nos fuimos al cine a ver ‘Wall Street’. Y yo me pasé toda la película pensando en un plan de acción para recuperar el cuerpo del delito que ni el Equipo A. La misión resultó un éxito. Pero, desde entonces, me di cuenta de que tenía que ser más cuidadoso. En mi ayuda llegó el mejor aliado de los pajilleros de la segunda mitad de los 80:

El nuevo formato del Micromanía.
Por algún motivo que se me escapa, la gente de Hobbypress decidió convertir el manejable tamaño A4 en una sábana de periódico que siempre acababa rompiéndose. Hasta se gastaron dinero en un anuncio de televisión (con una ‘Turbo girl’ real: sabían que sus lectores eran unos pajilleros). El resultado: no sólo un escondite cojonudo, sino que permitía mirar las guarreridas, aun las de amplio formato, con total tranquilidad ante visitas inesperadas. ¡Hasta podías llevártelas al retrete sin levantar sospechas! Lo dicho: el mejor invento de mi adolescencia.

Más tarde llegó el interés por las imágenes en movimiento. Con el abono al Plus un poco lejos todavía, al principio tuve que depender de mi amigo Depeche para el suministro de material. Naturalmente, era el más alto de los de clase, por lo que se trataba de el único que podía alquilarnos películas en el videoclub. Y como mi casa era bastante más solitaria que la suya o la de otros alumnos del colegio, solía plantarse allí para verlas. A mí, ese momento Amarcord de hacerse manolas en compañía nunca me ha gustado. Así que permitía ver un poquito y, luego, al baño. Sólo una vez mi amigo llegó especialmente caliente y no cejó en sacársela delante de mí a pesar de mis protestas. Aquello me traumatizó porque:
a) Tenía un buen pollón. Muy deprimente para mi pichulín.
b) Se la machacó alegre y rapidísimamente. A continuación, tiró de sus calzoncillos hacia arriba, se limpió su vileza, se levantó y se marchó a devolver el flim al videoclub y a hacer unos recados. No dudo de que, cuando llegó por fin a su casa, los gayumbos tenían que estar más duros que el diamante. No he vuelto a ver una guarrería mayor en toda mi vida. Y he vivido en un piso de estudiantes.

Mi casa se convirtió, por lo tanto, en todo un pajilleródromo. Esas tardes de soledad quitaron la urgencia y presión de ‘la paja de ya que estoy sólo’ (tan conocida y popular como ‘la paja tonta de estoy estudiando’) y, cuando me ponía a ello, lo hacía con gran parsimonia. Tanta que una vez andaba tan relajado, con la ventana abierta y el finstro enhiesto, cuando sonó que alguien entraba antes de tiempo. Rápidamente, pegué un bote para subirme los pantalones y quitar la película, momento en el que me golpeé (o mejor dicho, incrusté) todo lo que es concretamente el glande con el pico de aluminio de la ventana. Obvia decir que no sólo vi las estrellas: es que tuve un conocimiento profundo del universo que ni El Increíble Hombre Menguante al final de la película. Con todo, me dio tiempo a ocultar todas las pruebas incriminatorias y aparentar la más absoluta serenidad.

Y sí: las heridas profundas en el capullo pueden curarse y no dejar cicatriz.

Lo cierto es que nunca me pillaron. Ni a mí ni a ningún amigo que visitó mi pajilleródromo. Porque yo siempre he sido un buen tipo, y si algún compañero pedía asilo onanístico, yo me iba a jugar al ordenador mientras lo dejaba a su suerte. Era una alegría eso de tener una casa grande. Porque mi hogar constaba, en realidad, de dos pisos unidos. Y estaba en frente de un hotel. De hecho, desde varias zonas se podía ver bastante cerca la ventana del cuarto de baño de una de las habitaciones. Lo interesante del caso es que era semi translúcida, estaba justo en la ducha y llegaba hasta la cintura de una persona de altura normal. Lo cual quiere decir que me tiré media vida con espectáculo continuo y variado totalmente gratis. Es cierto que a menudo se trataba de señores gordos y señoras con tetas a la altura de las rodillas. Pero aprendías a abstraerte cuando aparecían esos huéspedes y a concentrarte cuando llegaban chicas jóvenes.
Una tarde de invierno, tenía a mi amigo Gamba visionando lo que probablemente fuera una escena lésbica mientras yo vagaba por la casa. El hombre se ve que no tenía intención de ponerse en faena. O bien la película era chunga. El caso es que me llamó para que contemplara el espectáculo del hotel. Había una figura de pelo corto magreándose los pezones. La duda existencial era si aquello era o no una mujer, pues la ventana se cortaba justo en el púbis. En el caso de ser fémina, aquello tenía menos pechos que Rosarillo. Pero ¿por qué esa afición por las propias tetillas? Yo marché en busca de mi cámara de vídeo para usar el zoom y aclarar tan intrigante misterio. Cuando estaba sacándola de estuche, Gamba comenzó a gritar como un descosido. Efectivamente: de las regiones inferiores había surgido cual serpiente marina una larguísima verga que estaba siendo acariciada con gran decisión. El hombre terminó en unos segundos. Tanto con su cometido como con mi espectáculo gratuito. Porque, desde entonces, siempre miré con pavor la ventana del hotel.

Hoy en día, ya con una edad, el onanismo no tiene tanta gracia como en la adolescencia. Se pueden conseguir ingentes cantidades de pornografía con sólo un click. Además, el fin del reinado de las hormonas, el estrés y mis continuos dolores de estómago le han quitado la gracia y la magia al momento pajillero. Porque yo ya no me masturbo. No tíos, en serio. Que soy fuerte. De verdad.

A quién pretendo engañar.

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