Fuente del quotéo: Jot Down
Decía El Principito: “Todas las
personas mayores fueron al principio niños. Aunque pocas de ellas lo
recuerdan”. Todos hemos jugado a ser héroes. Soñarnos en capa y
calzoncillos para rescatar volando a una doncella. Imaginarnos bomberos
en el infierno, soldados del futuro en una batalla interestelar o
exploradores de un territorio inhóspito. Nos vendieron que los héroes
eran siempre adultos. Pero ¿Cuántos años tiene Bob Esponja? ¿Por qué el
modelo es casi siempre el maduro? Quizá por envidia. He aquí unas
cuantas historias que lo demuestran.
Cuenta la leyenda que
a todos los niños holandeses, cuando salen a la calle, se les enseña a
vigilar con detalle los diques del país que crece más abajo del nivel
del mar para ayudar a prevenir una catástrofe. Cuenta la leyenda que
hace muchos años, durante una fuerte tormenta, uno de ellos encontró una
agujero por el que brotaba un surtidor artificial cada vez más grande.
El instinto le llevó a trepar por el costado de la presa y taponar aquel
peligro inminente con su pequeño dedo: “Holanda no será inundada
mientras yo esté aquí” —se dijo—. Dos días con sus noches permaneció el
niño sin mover ‘un solo dedo’ hasta que alguien casualmente le auxilió.
El niño es hoy un héroe postizo nacional por el valor de su ingenuidad.
Perder esa ingenuidad es perder un estímulo para mejorar el planeta…
La disposición para cambiar el mundo de
estos ‘locos bajitos’ suele estar acotada a su entorno. Pero a veces,
las señales que dejan estimulan hasta el último rincón de la capacidad
adulta para conmoverse. A modo de moraleja y lección vital frente al
egoísmo que nos regala el ir creciendo. El mundo —esta vez real— de Elena Desserich,
de seis años, se reducía a su entorno familiar. Una terrible enfermedad
limitó la escala de su percepción a las paredes de su casa y del
hospital, pero como heroína de metro y medio no dejó de luchar para
alcanzar los objetivos en los que creía. Con cinco años empezó a sentir
los síntomas de su mortal enfermedad y al adquirir conciencia de su
destino empezó a fabricar una lista de prioridades a cumplir antes del
asumido desenlace. Nadar con delfines, hacer esquí acuático, conducir un coche… Un día, un deseo… solo 6 años.
Hasta ahí una historia brutal que
marcaría la memoria de cualquier familia, pero que no exportaría al
mundo la suficiente trascendencia. Elena decidió que su huella vital
debería ser mayor. Con seis años se sentía responsable de su entorno y
le aterraba la idea de su hermana pequeña jugando sola, y echándola
constantemente en falta. Quería ser inmortal en su casa y desafiar al
vacío que provocaría en unos meses. Elena urdió en secreto un plan.
Para comunicarse con ellos desde el ‘más allá’ iría escondiendo ahora
cartas y dibujos por toda la casa con mensajes de apoyo y cariño que
sorprenderían a su familia en la rutina de su ausencia. Una ingenuidad
con una carga emotiva que daría la vuelta al mundo.
Nueve meses escondiendo notas entre los
viejos libros de la biblioteca, en esa mochila olvidada de su madre, en
los infinitos rincones del cuarto de juegos… Elena murió en 2007 pero su
familia disfrutó de su cariño inmortal unos cuantos años más…
“Estábamos moviendo unas cajas olvidadas
y entre algunos de los libros se desprendió una pequeña nota [...]
Cada vez que encuentro y leo uno de sus mensajes es como sentir un
pequeño abrazo de mi pequeña..” Brooke Desserich, madre de Elena.
Al otro lado del mundo rico los
problemas se relativizan. Aún así, se puede decir que la vida no
comienza con buen pie cuando tu padre te vende por 600 rupias —10 euros—
a un fabricante de alfombras para pagar la boda de tu hermano. Iqbal Masih (Pakistán,
1982) nació y murió esclavo de una casta a la que no quería pertenecer.
Su vida fue una inmersión en lo más profundo de la iniquidad humana. La
desprotección total de los derechos de los más débiles. Pertenecía a
los ‘intocables’ y era niño. O sea, la escoria.
Iqbal Masih no conoció la escuela, con
siete años trabajaba en turnos de doce horas para pagar los intereses
del préstamo de su familia. Con diez años eran ya quince horas manejando
el “kangi” para apelotonar los nudos de una de esas alfombras que
acabaría en el salón de cualquier orgullosa abuela europea. El
tradicional ‘paishgee’ era la forma de subvencionar un rito ancestral
por la casta menos valorada. El problema es que la usura de estos
préstamos se iba acumulando conforme la familia pedía y faltaba a los
pagos de los patronos. En 1992 el préstamo por Iqbal había llegado ya a
las 12.000 rupias y era insostenible. Pero ocurrió algo que cambiaría
para siempre la historia de la explotación infantil y los derechos de la
infancia.
Iqbal, macerado toda su vida en la
injusticia del abuso sociolaboral, asistió a una charla de un
pequeño grupo sindical que había conseguido denunciar a uno de esos
patrones abusones. Conoció por primera vez lo que era un derecho, sus
ojos se abrieron, su espalda se enderezó y sus objetivos cambiaron.
Durante aquel improvisado mitin alguien aleatoriamente acercó un
micrófono a Iqbal para que contase su historia: “Me llamo Iqbal Masih…”,
el resto del discurso fue lo suficientemente conmovedor para que Iqbal
abandonara el taller y pudiera dedicar el resto de su vida al ‘Frente de
Liberación de Trabajos Forzados’, que se hizo cargo de su deuda.
Murió el esclavo y nació el activista.
En solo un par de años ayudó a cerrar decenas de talleres ilegales,
protagonizó un documental denuncia contra la esclavitud infantil,
recibió varios premios internacionales con los que ayudó a levantar una
escuela y, cuando estaba a punto de ser recibido por la primer ministro,
Benazir Bhutto…
El 16 de abril de 1995 (desde entonces
día mundial contra la esclavitud infantil) Iqbal fue asesinado de un
disparo de escopeta por la misma mafia que intentaba destruir. Tenía
solo trece años. Macabro epílogo de una historia que parece diseñada
para adultos pero que protagonizó un niño al que convirtieron muy pronto
en mártir comercial por la causa. Murió el activista, nació el mito…
Y es que, en cualquier rincón del mundo,
siempre hay un ángel anónimo dispuesto a dar una lección fuera del
alcance de muchos de los que se hacen llamar sus educadores. Lecciones
disfrazadas de ingenuidad y vendidas con la sinceridad de un niño que le
toca diferenciar el bien del mal en situaciones normalmente límites. Brenden Foster,
de 11 años, lo tenía claro. En 2005 le diagnosticaron una leucemia. En
noviembre de 2008 ya tenía consciencia de su fecha de caducidad,
concretamente tres semanas más tarde. Un niño en el corredor de la
muerte natural es una maldad que nos ha vendido el progreso para
ponernos a prueba. Brenden era preso del destino y del agasajo de la
compasión adulta. En la penitencia sus deseos eran órdenes para el
entorno compungido. Podía pedir lo que quisiera, que le sería concedido.
Y así hizo. Agua y comida. Su último deseo fue que llevasen agua y unos sandwiches a un grupo de indigentes que
había visto viniendo al hospital. No quería una consola, ni compasión,
ni siquiera subir la dosis de droga que mitigara su castigo. A las dos
semanas de su muerte ya se había constituido una fundación con su nombre
que repartía comida a indigentes por todo Seatle, recaudando cien mil
dólares en donaciones.
La clave no está en la trascendencia,
sino en convertir las herramientas que la rutina pone a tu alcance en
instrumentos para forjar tu leyenda. Drew Cox (6
Años) no tenía dinero, ni recursos, ni una farmacéutica que chantajear
para el tratamiento de quimioterapia que necesitaba su padre enfermo y
sin tarjeta sanitaria. Con seis años no se tiene nada, solo aprecio por
los que te han regalado la vida y apenas capacidad para hacer una simple
limonada. ¡Pues vende limonadas! Así de simple. Drew fabricó con trazo
trémulo el cartel: ”Please help my Dad.” y se puso a vender limón con agua en vasos de plástico a la puerta de casa.
La compasión adulta, la conmoción y 10.000 dólares en donativos
hicieron el resto. Lo que nace como chiquillada acaba siendo una proeza…
a pesar de ello muchos siguen pensando que los niños son solo
marionetas, pero al dejarte conmover son ellos los que te manejan.
A veces los gestos no sirven para nada. O eso interpretamos los mayores. Sadako Sasaki
(11 años) vivía a tan solo kilómetro y medio de la zona cero de
Hiroshima. Sobrevivió a la deflagración pero no pudo con la leucemia. Sadako se acogió a la tradición oriental al
saberse enferma. Una amiga le contó que si hacía mil grullas de papel
un deseo imposible le sería concedido. Y a él se agarró, pero no solo
por ella, sino por las de decenas de compañeros del hospital con su
mismo problema. Murió cuando llevaba 644 grullas. Su compañeros acabaron
la faena. Y a los pies del monumento a su nombre en el Parque de la Paz
de Hiroshima nunca faltan, desde hace cincuenta años, unos cuantos
miles de grullas de papel para completar la simbólica cadena.
Los niños no nacen insolidarios,
artificiales o clasistas. Somos los padres los que vamos minando su
naturalidad para moldear un carácter más moderado y receloso. Parece que
dar rienda suelta a ese instinto fraternal infantil es cursi y
presuntuoso conforme vas creciendo porque no es productivo socialmente y
porque los deseos de estos pequeños héroes no valen más que para
emocionar a sus semejantes. Pero, como hemos visto, siempre hay una
lección para los mayores. Los grandes cambios surgen y se inspiran en la
suma de estas pequeñas y espontáneas reacciones. Como las grullas de
Sadako. Y nosotros no nos queremos dar cuenta.
“Las
personas mayores nunca son capaces de comprender las cosas por sí
mismas, y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez
explicaciones.”Antoine de Saint-Exupéry. El Principito.
Tu hijo es siempre un superhéroe en potencia. No lo estropees.
1 comentario:
jajajajajja! CLARÍN MIENTE
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