Un hombre canoso y educado me detiene en Juncal y Ayacucho para preguntarme, al borde de la angustia: "Fidanza, ¿por qué la sociedad no reacciona?". Me confiesa que a él le resulta intolerable lo que hace y dice la Presidenta, que las cosas marchan mal, que la inflación es desastrosa y la inseguridad, una amenaza cotidiana ante la que se siente indefenso. No entiende la razón de tanta apatía. Yo ensayo una contestación apresurada, tal vez incomprensible para un lego: "Es que no hay «una» sociedad, señor; lo que existe son muchos segmentos, diferenciados por el nivel de educación, la edad, el lugar de residencia de las personas. Lo que a usted le cae mal a otros no les molesta o incluso les parece bien, lo aceptan". El hombre me mira desilusionado, escéptico frente a esa muestra brutal de relativismo. Se despide cabizbajo, sintiéndose abandonado por el sociólogo en el que confiaba. Seguro que lo defraudé, pienso. Y me pongo a elaborar una respuesta que acaso él llegue a leer.
Tierno recreíto visual de temática "diaper poop" (._.?)
La perplejidad ante lo social no es un dato nuevo. Con frecuencia, los individuos, moldeados por sus experiencias y el sentido común, interpretan la esfera pública en términos sencillos, generalizando, omitiendo los matices, considerando irracionales a los que no piensan como ellos. Por eso al transeúnte de Recoleta le resulta difícil entender la indiferencia. Lo que él considera "la sociedad" es en realidad un archipiélago de infinitas islas, donde se hablan lenguajes distintos, se practican costumbres diversas y se cree en dioses muchas veces opuestos a los propios.
En la Argentina actual, un individuo educado de más de 50 años que vive en la zona norte de la ciudad tiene una visión del país y del Gobierno diametralmente opuesta a la de un joven con estudios primarios, residente en el segundo cinturón del Gran Buenos Aires. El extrañamiento y la frustración del primero ante la decadencia institucional, el embrutecimiento social, la violencia cotidiana, el populismo son sentimientos ausentes en el segundo, que vive otras experiencias, valora oportunidades que antes no tenía, come mejor de lo que comía hace una década.
En medio de esa diversidad extrema, difícil de asimilar, cada uno elabora la cifra de su bienestar relativo. El álgebra de su felicidad o su frustración. La aritmética que explica por qué está conforme o disconforme con el Gobierno. La ciencia política equipara este balance con los fundamentos de la legitimidad; es decir, con las razones por las que los individuos aceptan o rechazan a sus autoridades.
Tal vez más cerca del conformismo que de la conformidad, los que están de acuerdo formulan operaciones de este tipo: trabajo - inseguridad + planes sociales - inflación + mas Fútbol para Todos; otros, los disconformes, anotan, en cambio: auto y plasma nuevos + vacaciones - inseguridad + soberbia presidencial + corrupción. A unos les cierra, a los otros, no. Ésta es una metáfora de la contabilidad personal que determina el voto, remueve o confirma a los líderes, decide la calidad de la clase dirigente de un país. En la Argentina de estos días una mayoría estrecha, en constante disminución, se inclina por el álgebra del conformismo; otros, que cada vez son más, advierten el peligro de una democracia radicalizada que los devore.
Para comprender el conformismo en retirada es preciso volver a la crisis de principio de siglo. Ese despojo colosal quizás explique la blanda y difusa aceptación de un gobierno que dice haber recuperado la política mientras deprecia los bienes y el espacio públicos, tolera y promueve a impresentables, acosa a los que no piensan igual. La aritmética del conformismo, permisiva frente a esas arbitrariedades, es ante todo una certeza material después del horror económico, que el kirchnerismo contribuyó decisivamente a superar. Hay mucha evidencia de fenómenos de este tipo en la historia contemporánea. Se trata de una verdad desafortunada y dolorosa que debe entenderse en Recoleta.
¿Es posible extraer de entre los fragmentos en que estalló la sociedad argentina "un proyecto sugestivo de vida en común", para usar la expresión de Ortega? ¿Puede el conformismo convertirse en consenso?
Difícil saberlo. Un gobierno que deje de dividir a la sociedad, una oposición fuerte, un bienestar económico mesurado y estable podrían ayudar. Son incógnitas de otra aritmética posible, la de un país normal y consistente, al que nunca debemos renunciar.
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