En
los últimos meses, hemos visto por aquí cómo ha comenzado a bajar el
número de visitas. Como eso no es bueno para el ego, hemos decidido
aplicar un remedio infalible: Hablar de masturbaciones. De todas las
chorr... quiero decir, artículos que hemos escrito, el único que sigue
aportándonos desde hace más de un año decenas de visitas diarias es el
clásico ‘Las catorce mejores masturbaciones de la historia’ Todo un
campeón que, si bien no creo que atraiga a lectores regulares, hace que
el contador suba y que nuestro infantil deseo de ser reconocidos se
mantenga de manera un tanto ilusoria.
A
partir de aquí, se plantea una duda: ¿quién de todos los colaboradores
está más por la labor de ponerse en ridículo cual Paul Feig a la
española? Obviamente yo, que ya tengo todo un currículo de exponer mi
vicisitúdico pasado en público en cosas como
ésta y
ésta.
De aquí a empelotarse, sólo queda un paso y algunas sustancias
psicotrópicas. ¡Cualquier cosa por el entretenimiento de nuestros
lectores!
De entrada, soy consciente que no puedo aspirar ni siquiera a llegarle a la altura del prepucio a
Paul Feig
en su libro ‘Superstud’. Aparte de lo de las visitas de pajilleros
despistados gracias a Google, mis objetivos con este artículo son más
humildes y discretos. Cuánto más, no lo sé. Principalmente porque no
tengo del todo claro cuáles son ni por qué me rebajo de esta manera.
Comencemos por el principio. A partir de ahora, mamá, puedes parar de leer.
No, en serio.
Para.

Bien,
sigamos. Todos nos pajeamos. No había (ni hay) nada más triste que
escuchar a ese compañero de clase que proclamaba orgulloso que no se
entregaba al onanismo de manera compulsiva. ¿A quién puñeta quería
impresionar? Y, más importante, ¿para qué? En mi caso, tengo un amigo
que a menudo me venía con esas. Lo cual no quita que fuera el encargado
de comprar la primera película porno original que tuve (la muy cutre
‘Nunca había hecho esto antes’, con Nina Hartley en el interesante y
dramático papel de ‘Señora Coño’). Pero no adelantemos acontecimientos.

Fue
gracias a El Perich que descubrí que había un deporte mucho más
divertido que el fútbol y, por mucho que los curas intentaran
convencernos de lo contrario, menos peligroso que el potro. Se trataba
de un chiste que aparecía en ‘De la nada a la miseria’ (uno de los
mejores libros de humor la historia, a pesar en caer de vez en cuando en
el
forsalismo).
En él aparecía un señor romántico apuntándose a la sien con un
pistolón. “Ella no me ama. ¿Me mato o la mato a ella? O quizá podría
hacerme una paja. Sí, sería lo mejor”. Yo entendía qué era el
romanticismo y por qué se cachondeaba de los sentimientos exacerbados.
Pero eso de la paja no sabía qué era. Efectivamente: el que tuviera
conocimientos de historia del arte y no de la masturbación me data
irremisible y vergonzosamente como pajillero tardío. Lo cual significó
que no hubo ningún problema en recabar información, a pesar de no haber
intertet (y, ahora que lo pienso, mucho mejor: no quiero ni pensar en el
lío que me habría armado si llego a escribir ‘paja’ en google en
aquella época de (más) idiotez y (más) apollardamiento sumo). Un
compañero mío, Depeche, me informó convenientemente de qué hacer.

Y,
a partir de ahí, se inició mi desenfrenado camino hacia el derroche de
semilla compulsivo, ayudado por el hecho de que mi hermano desapareció
de mi casa para marcharse a Sevilla y que tenía toda el hogar para mí.
Los Interviús que dejó mi padre tras la separación en su mesilla de
noche fueron unos interesantes compañeros de aventuras al principio.
Hasta que llegaron las revistas guarras de verdad.
Este tipo de
publicaciones, tan queridas por menores de edad, trabajadores de taller
y, en tiempos, reclutas del servicio militar, entraron en mi vida por la
puerta grande. La primera revista hardcore que vi fue un Private. Que
no sólo ofrecía su usual ración de mascarilla facial léfica, sino que
además incluía un par de fist-fuckings. “Pensé que eso no cabía”, decía
yo en voz baja. Porque la primera vez que la vi fue en clase. De
historia. Que impartía mi propia madre. Sé que en el futuro tendré que
explicarle esto a un psicólogo.
Tras la clase, todos hicimos cola a
la salida para echar un vistazo menos furtivo al producto. Luego circuló
por turnos entre todos. A mí debió tocarme de los primeros, pues no
recuerdo que ninguna página estuviera pegada. Ahí, madre mía, qué
asquito.

Pronto
deseé más. Y entraron en mi vida las maravillosas ‘Ratos de Cama’ (con
unas historias hilarantes en su uso de los términos ‘chumino’ y ‘porra’)
y ‘Gozo’, que era como el Private, pero en pobre. Pocas veces utilicé
el famoso ‘Climax’, revista a la que Vicisitud llamó con gran acierto
‘la paja proletaria’.
El problema era esconderlas. Eso para mí
era una gran obsesión, sobre todo desde aquella vez que mi madre llegó
algo pronto a casa y tuve que guardar el Interviú que estaba utilizando
debajo de su cama. Como había llegado pronto, nos fuimos al cine a ver
‘Wall Street’. Y yo me pasé toda la película pensando en un plan de
acción para recuperar el cuerpo del delito que ni el Equipo A. La misión
resultó un éxito. Pero, desde entonces, me di cuenta de que tenía que
ser más cuidadoso. En mi ayuda llegó el mejor aliado de los pajilleros
de la segunda mitad de los 80:
El nuevo formato del Micromanía.

Por
algún motivo que se me escapa, la gente de Hobbypress decidió convertir
el manejable tamaño A4 en una sábana de periódico que siempre acababa
rompiéndose. Hasta se gastaron dinero en un anuncio de televisión (con
una ‘Turbo girl’ real: sabían que sus lectores eran unos pajilleros). El
resultado: no sólo un escondite cojonudo, sino que permitía mirar las
guarreridas,
aun las de amplio formato, con total tranquilidad ante visitas
inesperadas. ¡Hasta podías llevártelas al retrete sin levantar
sospechas! Lo dicho: el mejor invento de mi adolescencia.

Más
tarde llegó el interés por las imágenes en movimiento. Con el abono al
Plus un poco lejos todavía, al principio tuve que depender de mi amigo
Depeche para el suministro de material. Naturalmente, era el más alto de
los de clase, por lo que se trataba de el único que podía alquilarnos
películas en el videoclub. Y como mi casa era bastante más solitaria que
la suya o la de otros alumnos del colegio, solía plantarse allí para
verlas. A mí, ese momento Amarcord de hacerse manolas en compañía nunca
me ha gustado. Así que permitía ver un poquito y, luego, al baño. Sólo
una vez mi amigo llegó especialmente caliente y no cejó en sacársela
delante de mí a pesar de mis protestas. Aquello me traumatizó porque:
a) Tenía un buen pollón. Muy deprimente para mi pichulín.
b)
Se la machacó alegre y rapidísimamente. A continuación, tiró de sus
calzoncillos hacia arriba, se limpió su vileza, se levantó y se marchó a
devolver el
flim al videoclub y a hacer unos recados. No dudo de
que, cuando llegó por fin a su casa, los gayumbos tenían que estar más
duros que el diamante. No he vuelto a ver una guarrería mayor en toda mi
vida. Y he vivido en un piso de estudiantes.
Mi casa se convirtió, por lo tanto, en todo un
pajilleródromo.
Esas tardes de soledad quitaron la urgencia y presión de ‘la paja de ya
que estoy sólo’ (tan conocida y popular como ‘la paja tonta de estoy
estudiando’) y, cuando me ponía a ello, lo hacía con gran parsimonia.
Tanta que una vez andaba tan relajado, con la ventana abierta y el
finstro enhiesto, cuando sonó que alguien entraba

antes
de tiempo. Rápidamente, pegué un bote para subirme los pantalones y
quitar la película, momento en el que me golpeé (o mejor dicho,
incrusté) todo lo que es concretamente el glande con el pico de aluminio
de la ventana. Obvia decir que no sólo vi las estrellas: es que tuve un
conocimiento profundo del universo que ni El Increíble Hombre Menguante
al final de la película. Con todo, me dio tiempo a ocultar todas las
pruebas incriminatorias y aparentar la más absoluta serenidad.
Y sí: las heridas profundas en el capullo pueden curarse y no dejar cicatriz.
Lo
cierto es que nunca me pillaron. Ni a mí ni a ningún amigo que visitó
mi pajilleródromo. Porque yo siempre he sido un buen tipo, y si algún
compañero pedía asilo onanístico, yo me iba a jugar al ordenador
mientras lo dejaba a su suerte. Era una alegría eso de tener una casa
grande.

Porque
mi hogar constaba, en realidad, de dos pisos unidos. Y estaba en frente
de un hotel. De hecho, desde varias zonas se podía ver bastante cerca
la ventana del cuarto de baño de una de las habitaciones. Lo interesante
del caso es que era semi translúcida, estaba justo en la ducha y
llegaba hasta la cintura de una persona de altura normal. Lo cual quiere
decir que me tiré media vida con espectáculo continuo y variado
totalmente gratis. Es cierto que a menudo se trataba de señores gordos y
señoras con tetas a la altura de las rodillas. Pero aprendías a
abstraerte cuando aparecían esos huéspedes y a concentrarte cuando
llegaban chicas jóvenes.
Una tarde de invierno, tenía a mi amigo
Gamba visionando lo que probablemente fuera una escena lésbica mientras
yo vagaba por la casa. El hombre se ve que no tenía intención de ponerse
en faena. O bien la película era chunga. El caso es que me llamó para
que contemplara el espectáculo del hotel. Había una figura de pelo corto
magreándose los pezones. La duda existencial era si aquello era o no
una mujer, pues la ventana se cortaba justo en el púbis. En el caso de
ser fémina, aquello tenía menos pechos que Rosarillo. Pero ¿por qué esa
afición por las propias tetillas? Yo marché en busca de mi cámara de
vídeo para usar el zoom y aclarar tan intrigante misterio. Cuando estaba
sacándola de estuche, Gamba comenzó a gritar como un descosido.
Efectivamente: de las regiones inferiores había surgido cual serpiente
marina una larguísima verga que estaba siendo acariciada con gran
decisión. El hombre terminó en unos segundos. Tanto con su cometido como
con mi espectáculo gratuito. Porque, desde entonces, siempre miré con
pavor la ventana del hotel.
Hoy en día, ya con una edad, el
onanismo no tiene tanta gracia como en la adolescencia. Se pueden
conseguir ingentes cantidades de pornografía con sólo un click. Además,
el fin del reinado de las hormonas, el estrés y mis continuos dolores de
estómago le han quitado la gracia y la magia al momento pajillero.
Porque yo ya no me masturbo. No tíos, en serio. Que soy fuerte. De
verdad.
A quién pretendo engañar.
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